LA TIERRA DEL FUEGO Y LA PESCADILLA
PRIMEROS BARRIOS DE RESIDENCIA DE LOS PESCADORES PROFESIONALES MARPLATENSES
I N T R O D U C C I Ó N
La presente obra tiene como propósito conducir a sus lectores a la evocación de una época pretérita; no muy remota, pues nada lo es en materia de sucesos humanos en estas ciudades jóvenes, pero sí definitivamente concluida.
Es cierto que su texto no nos impulsa exclusivamente al recuerdo sino probablemente también a la nostalgia, esa lente benigna e indulgente que suaviza y allana los tramos abruptos o hirientes del trayecto recorrido y sus contornos, confiriendo al conjunto matices placenteros. Y ello es así sólo porque los momentos durante los cuales transitamos aquellos caminos, han quedado para siempre incorporados a la memoria de cada uno de nosotros.
Marcel Proust afirmaba que los únicos paraísos verdaderos son los perdidos y que es inútil deambular por los mismos lugares en que los episodios cautivantes ocurrieron, porque ellos estaban instalados en un tiempo irremediablemente ido, y no en el espacio del que alguna vez se valieron a modo de efímero marco.
Acaso resulte posible -sobre todo para los que saben ver, como le gusta decir al Arquitecto Roberto Cova- reconocer aquí y allá ciertos fragmentos inconexos de aquel pasado. Pero serán sólo eso: porciones aisladas del cuadro que jamás podremos reconstruir entero porque nos faltará la dimensión principal, que es la temporal. La misma que hacia 1905 enseñó a respetar a los físicos más destacados de su tiempo aquel sabio alemán que, además de modificar de raíz la explicación de las leyes a las que el universo se sujeta, aseveraba modestamente que todos somos ignorantes; pero que no todos ignoramos las mismas cosas.
No obstante, otros pensadores tienen una posición diferente, alegando que el positivismo pretende hacernos creer que las cosas son como las ciencias las describen, y que debemos resistir tal enfoque.
Nosotros, ajenos a la discrepancia de opiniones, simple y humildemente deseamos que, al menos en esos días otoñales en que el céfiro salobre del oriente invade la ciudad sumiéndola en una atmósfera de añoranza, los convecinos recapaciten que Mar del Plata vive y late recostada sobre el océano. Junto al mismo mar —perdón, Heráclito— que vio a nuestros abuelos o a diversos coetáneos hurgar en sus entrañas procurando el sustento para sus familias, muchos de cuyos descendientes residen aún dentro de los límites de esas entrañables comarcas pueblerinas, a las que los marplatenses de antaño habían dado en llamar La Pescadilla y La Tierra del Fuego.
Las circunstancias de la vida determinaron que ninguno de ambos fuera el barrio donde el autor de estas líneas transitó su niñez y adolescencia, sino el de la Plaza Mitre. Carlos Fuentes, el gran escritor mexicano, afirmaba que cada hombre adulto es hijo del niño que fue, con todas las consecuencias emergentes.
Sin embargo, los catorce años durante los cuales cobijara su deambular por la existencia el territorio de lo que varias décadas atrás había sido La Tierra del Fuego — a los que debemos añadir otros veinticuatro anteriores transcurridos en un domicilio distante sólo 200 metros del borde exterior de la zona que más adelante delimitaremos como objeto de nuestro estudio— alcanzaron para neutralizar de sus profundas vivencias originales, la porción suficiente para albergar en el responsable de esta obra un cálido sentimiento de afecto hacia su rincón adoptivo, el mismo que se propuso imprimir al presente texto y transferir, en lo posible, a los lectores.
Luis Alberto Rateriy